Edith Pozos
Estela se movió inquieta en la cama. El sopor de cada mañana al despertar era un momento particularmente desagradable, por la desubicación cotidiana que experimentaba. Abrió los ojos con desgano. ¿Qué día era? No podía recordar con facilidad. Desde que la pandemia había obligado a la gente a permanecer en sus casas, las horas, días, el tiempo en general, todo se había vuelto confuso y relativo.
Algunos rayos del sol que daban directo a su cama le indicaron que era hora de levantarse. Había muchas razones para desear no hacerlo. Sintió las suaves sábanas sobre su piel mientras hundía la cabeza en la almohada. Apretó los ojos, respiró profundamente y esa melodía pegajosa que escuchaba en cada despertar, llegó a su mente. Era una canción que había escuchado en una película gringa, de sus favoritas: Hechizo del Tiempo, donde el personajeprincipal encarnado por Bill Murray, despertaba cada mañana para vivir el mismo día, una y otra vez.
Si el día hubiera sido grandioso, cualquiera lo viviría sin aburrirse. Pero en su caso, a diferencia del personaje, no era así. Tenía que despertar y hacer frente a la misma rutina todos los días, sin opción a cambiarla. Y tampoco a dónde ir.
Babe, I’ got you babe, I got you babe…repitióel sonsonete pegajoso de la canción sesentera de Bonny and Cher en su cabeza.
No sabía a qué temerle más: la enfermedad por coronavirus que amenazaba el entorno de todos, esa especie de asesino misterioso e invisible que rondaba los cuerpos de cualquiera a través de un simple estornudo, tos o gotículas de alguien que estuviera infectado o la enfermedad que tenía casi postrado a su padre desde dos años atrás y que le había arrebatado la posibilidad de razonar y llevar una vida normal para ambos.
Tomó el cubrebocas que usaba dentro de casa, pese a no ser necesario. Había descubierto que servía muy bien para ocultar sus emociones y desaliento. Siempre recordaba la ocasión en que su padre le había hecho prometer que nunca permitiría lo llevaran a un hospital donde lo tuvieran entubado o como un vegetal. Que lo desconectaran, que ella no lo permitiera.
No era fácil ver a ese ser que había estado tan lleno de vida reducido a una especie de autómata. Y que de alguna manera, estaba faltando a su promesa.
Entró dando pasos suaves en la habitación contigua. Ahí estaba él, en la cama, con los ojos cerrados. Se acercó a mirarlo detenidamente. Su respiración a veces era casi imperceptible. El pecho se movía ligeramente de arriba abajo. Algún día ya no lo haría. Miró su rostro. Dormido, desaparecían los años y sus rasgos se suavizaban, rejuveneciéndole.
Cambiar las sábanas, curar las llagas. La mirada perdida y esa ausencia de expresión en su rostro hacían lejanas a aquella permanente sonrisa y el carácter alegre que le había conocido toda su vida.
Sus “despertares”, cuando parecía recuperar conciencia y razonamiento, eran momentos valiosos pero volátiles, donde “regresaba” por breves lapsos.
La demencia mixta que padecía, hermana del Alzheimer, había ido invadiendo la mente de su padre dos años antes de la pandemia. Nadie lo notó en la familia. Creían que era propio de su avanzada edad, el que olvidara cosas, lugares, acciones. Pero después comenzaron los cambios de humor, de personalidad.
Más que su padre, era un amigo y el ser que más amaba. Y ahora se encontraba atrapado en ese cuerpo enfermo, expuesto a terrores de su mente. El ver a su padre en esas condiciones le estrujaba. Al principio de sus cuidados lloraba todo el tiempo. Vivía un constante duelo.
Quienes se contagiaban de covid y los que sufrían una enfermedad como la de su padre corrían la misma suerte: sin tiempo anticipado para despedirse, dejar todo en orden, decirse cuánto se querían o darse cuenta de la falta que hacían. Muchas veces imaginaba que él andaba entre niebla donde no podía ver la salida. No, nada de una luz que guiara el camino. Solo acechanza y temor. Sacudió la cabeza en afán de eliminar esa imagen.
Le dolía profundamente no haber platicado más con él, agradecer su amor y cercanía. Muchos se habían ido de la misma manera, sin saber que este año sería el último de sus vidas. Solos, entubados. O como su padre, presente en cuerpo, ausente en su esencia.
Así, transcurrían todos los días y noches de confinamiento, como las horas escurridas de los relojes en un cuadro de Dalí.
Esa noche no tendría por qué ser diferente. Sin embargo, Estela empezó a tararear, como acostumbraba, una de las canciones predilectas de su padre, un poco por darle gusto, un poco por acercarse a él, tratando de hacer contacto. Sentado en la cama, él parecía estar ausente. Ella cantó:
Yo quisiera saber, a donde irán a dar las tristezas del mundo, los cantos y los sueños… y sorpresivamente él continuó la canción: …A dónde van también, nuestros lamentos, nuestros tristes juramentos, quien sabe a dónde irán…
Sorprendida continuó cantando con él haciendo dueto. Fueron varias canciones, y él seguía presente. Tenía que prácticamente cargarlo para acomodarlo en la cama. Ella lo tomó por debajo de sus brazos y le dijo: “¿bailamos?” Su padre pareció erguirse y dio unos pasos abrazado de ella. Eso la conmovió profundamente y lo estrechó fuerte en sus brazos. Sentía un nudo en la garganta y él reía suave, como hacía mucho tiempo no lo hacía. Nunca había tenido un momento tan especial en esos dos años.
Pero no podía durar mucho. Luego lo acostó.
Mañana sería otro día de confinamiento, pero por ese momento, ella fue feliz. Y al parecer, él también.